lunes, 20 de noviembre de 2017

En la Patagonia

Guillermo Muñoz Vera. La Ciudad de los Césares.

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Aproximadamente en el año 1650, dos marineros españoles, ambos desertores y asesinos, salieron trastabillando de los bosques situados frente a la isla de Chiloé, después de haber trepado por la vertiente oriental de los Andes desde el estrecho de Magallanes. Quizá para distraer la atención del gobernador y apartarla de los crímenes que habían perpetrado, anunciaron que habían descubierto una ciudad cuyos palacios tenían tejados de plata, y cuyos habitantes, de tez blanca, hablaban castellano y descendían de los sobrevivientes de la colonia que Pedro de Sarmiento había fundado en el Estrecho.
La narración de estos hombres reavivó el interés por Trapalanda, la Ciudad Encantada de los Césares, otro El Dorado oculto en los Andes meridionales y bautizado en homenaje a Francisco César, piloto de Sebastián Caboto. En 1528 aquél se internó tierra adentro desde el Río de la Plata, atravesó los Andes y descubrió una civilización donde el oro era de uso corriente. En torno de este relato se desarrolló una leyenda que inflamó las expectativas y la codicia humana hasta el siglo XIX.
Varias expediciones partieron en busca de la ciudad. Muchos exploradores solitarios desaparecieron en el curso de esta misma empresa. Una descripción del siglo XVIII la situaba al sur de la latitud 45 (Paso Roballos se encuentra en la latitud 47) y la presentaba como una fortaleza enclavada en las montañas, al pie de un volcán y a orillas de un hermoso lago. Había un río, el Diamante, donde abundaban el oro y las piedras preciosas. La ciudad tenía una única entrada, defendida por un puente levadizo, y se necesitaban dos días para atravesarla de un extremo al otro. Los edificios eran de piedra labrada y sus puertas estaban tachonadas de joyas; los arados eran de plata y los muebles de las casas más modestas eran de plata y oro. No se conocían las enfermedades: los ancianos morían como si les sorprendiera el sueño. Los hombre usaban tricornios, chaquetas azules y capas amarillas (en la mitología indígena estos eran los colores del Ser Supremo). Cultivaban la pimienta, y las hojas de su rábanos eran tan grandes que se podía amarrar un caballo a ellas.
Pocos viajeros han visto alguna vez esta ciudad. Tampoco existe una opinión unánime acerca de su verdadero emplazamiento: la isla de Patmos, los bosques de Guyana, el desierto de Gobi o la ladera septentrional del monte Meru son algunos de los puntos sugeridos. Todos éstos son lugares desolados. Los nombres de la ciudad también son muy variados: Uttarakuru, Avalón, la Nueva Jerusalén, las Islas de los Bienaventurados. Quienes la vieron llegaron a destino después de sufrir tremendas penurias. En el siglo XVII, dos asesinos españoles demostraron que no hay que ser Ezequiel para confundir una fachada de roca con el Edén

Traducción de Eduardo Goligorsky

En la Patagonia (1977)
Bruce Chatwin

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