sábado, 13 de mayo de 2017

Apostillas a los clásicos

Isidre Monés. El caballo de  Troya.

En la corte de Alcinoo, rey de los feacios, un aedo de nombre Demódoco canta las hazañas de los griegos de Troya.
Los jóvenes escuchan. Cuando Demódoco termina su relato, comentan en voz alta.
—Los versos, bien medidos.
—Las metáforas, brillantes y vigorosas.
—El lenguaje, adecuado a las situaciones.
—Esto, en cuanto a la forma. Analicemos ahora el fondo.
—Sobresaliente, a mi juicio, el retrato de Agamenón.
—Gracioso el episodio de Tersites.
—Inverosímil, en cambio, el ardid del caballo de madera.
—La muerte de Patroclo me hizo llorar.
—La sobrepasa en patetismo la de Héctor.
—Pues, ¿y la lamentación final de Príamo?
Entre los oyentes hay un extranjero que permanece silencioso. Nadie sabe quién es. Es Ulises.
Y Ulises piensa: «¿Qué es lo que ha cantado Demódoco? ¿A qué Troya se ha referido, a qué griegos? No he reconocido a nadie. Aquellos sudores, aquellas lágrimas, aquellos olores, aquellas voces, aquel fuego, aquel dolor, aquel miedo, ¿dónde están? Ha balbuceado una estúpida parodia. Ahora sabrán estos jóvenes lo que fue Troya».
Ulises comienza a hablar. Pero enseguida el auditorio lo interrumpe de mal talante:
—Cállate, extranjero. Y cesa de farfullar ese galimatías. Tu guerra de Troya se parece más a una riña de gallos que a una contienda entre héroes. Luego del divino canto de Demódoco, ¿pretendes tú emularlo con semejante ristra de disparates?

Obras completas
Marco Denevi

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